Este es un relato que trata de la vergüenza de algunos de nuestros actos, la culpa que sentimos después de cometerlos y el perdón que tanto tarda en llegar. Es probable que los demás nos perdonen, pero ¿realmente nosotros llegamos a perdonarnos a nosotros mismos? o ¿seguimos atormentados por esos recuerdos culpabilizadores durante años?
Era casi la medianoche de la víspera de Navidad cuando el padre Mellon despertó, habiendo dormido sólo unos pocos minutos. De pronto tenía ganas de levantarse, ir y abrir de par en par las puertas de la iglesia para que entrara la nieve y luego sentarse en el confesionario a esperar. ¿Esperar a qué? ¿Quién podía decirlo? ¿Quién lo sabía? Pero no podía negarse a seguir ese impulso, tan increíblemente fuerte.
- ¿Qué ocurre aquí? – murmuró entre dientes mientras se vestía. Me estoy volviendo loco ¿verdad?. Quién va a querer necesitar algo a esta hora, y por qué cuernos voy yo a….
A pesar de todo se vistió y fue a abrir de par en par las puertas de la iglesia y se quedó mirando con un temor reverente la gran obra de arte que se alzaba al otro lado, mejor que cualquier pintura de toda la historia, un tapiz de nieve que serpenteaba en encajes y caía blandamente sobre los techos y ensombrecía las farolas y envolvía en chales las encogidas masas de los coches que esperaban la bendición junto a la acera. La nieve tocó la calle y luego los párpados del cura y luego su corazón. El cura se descubrió conteniendo el aliento ante esas bellezas temporales, y en seguida, volviéndose, con la nieve dándole en la espalda, fue a esconderse en el confesionario. Maldito idiota, pensó. Viejo estúpido. ¡Largo de aquí! ¡Vuélvete a la cama! Pero entonces lo oyó: un ruido en la puerta, y los pasos que raspaban las losas, y por fin el húmedo susurro de algún invasor en el otro lado del confesionario. El padre Mellon aguardó.
- Bendígame, padre – murmuró la voz – ¡pues he pecado!
Perplejo por la primura de esta súplica, el padre Mellon únicamente atinó a replicar:
- ¿Cómo sabías que la iglesia iba a estar abierta y yo aquí?
- Recé, padre – fue la tranquila respuesta – , Dios hizo que usted me abriese.
No cabía réplica, y el viejo cura y quien parecía un viejo y ronco pecador hicieron una fría y larga pausa mientras que el reloj saltaba a la medianoche, hasta que por fin el refugiado de las sombras repitió:
- Bendíga a este pecador, padre!
Pero en vez de los usuales bálsamos y ungüentos de palabras, mientras que la Navidad avanzaba por la nieve, el padre Mellon, inclinándose hacia la rejilla, no pudo evitar decir:
- Tiene que ser terrible el pecado que cargas para que en una noche como esta te hayas impuesto una misión imposible que solo ha tenido éxito porque Dios oyó y me sacó de la cama.
- ¡Como ya verá, padre, es una lista realmente horrible!
- Habla, hijo – dijo el cura-, antes de que nos congelemos….
- Bueno, fue así…. – susurró la voz invernal tras la delgada rejilla-. Hace sesenta años.
- ¡Habla más alto!¿Sesenta? – balbuceó el cura-. ¿Todo ese tiempo ha pasado?
- ¡Sesenta! – Y hubo un torturado silencio.-
- Continúa – dijo el cura, avergonzado por haber interrumpido la confesión.
- Hace esta semana sesenta años, cuando yo tenía doce – dijo la voz gris-, salí con mi abuela a comprar regalos de Navidad a un pequeño pueblo, allá en el este. Fuimos y volvimos andando. ¿Quién tenía coche en aquel entonces?. Así que caminamos y cuando regresábamos a casa con los regalos envueltos me dijo algo que he olvidado hace tiempo; yo me puse furioso y eché a correr. Muy lejos ya, la oí que me llamaba y luego lloraba terriblemente pidiéndome que volviera, que volviera, pero yo no quería. Tanto lloraba que comprendí que la había lastimado y, como eso me hacía sentir fuerte, corrí más todavía, riendo y llegué a casa primero. Cuando por fin llegó ella, resoplaba y sollozaba como si no fuera a parar nunca. Me sentí avergonzado y corrí a esconderme….
- ¿Era eso? – insinuó el cura.
- La lista es larga – gimió la voz.
- Continúa – dijo el cura cerrando los ojos.
- A mi madre le hice algo muy parecido, antes de Año Nuevo. Me regañó. Yo eché a correr. La oí llorar detrás de mí. Sonreí y seguí corriendo más rápido. ¿Por qué? ¿Por qué? Oh, Dios, ¿por qué?.
El cura no sabía qué decir.
- ¿Era eso, entonces? – murmuró al fin, extrañamente conmovido por el anciano que estaba al otro lado.
- Un día de verano – dijo la voz – , unos chicos me pegaron. Cuando se fueron, vi en un arbusto dos mariposas abrazadas, hermosas. Odié esa felicidad. Las apreté en mi puño y las hice polvo. ¡Oh, padre, qué vergüenza!
El viento sopló en la puerta de la iglesia y los dos se volvieron a ver el navideño fantasma de nieve que giraba en el umbral y se deshacía en briznas de blancura.
- Hay una última cosa terrible – dijo el viejo, oculto con su pena. Y luego continuó -: Cuando tenía trece años, también en Navidad, mi perro Bo se escapó y anduvo perdido tres días y tres noches. Yo lo quería más que a la vida. Era un perro fuera de lo común, bueno y cariñoso. Y de repente el animal se había marchado, y con él toda su belleza. Yo esperé. Lloré. Recé. Grité entre dientes. ¡Sabía que nunca, nunca volvería! Y entonces, ah, entones, esa Nochebuena, a las dos de la mañana, con escarcha en las calles y carámbanos en los techos, oí un ruido en sueños y me desperté y escuché que rascaban en la puerta. Salté tan deprisa de la cama que por poco me mato. Abrí la puerta y allí estaba mi desdichado perro, temblando, cubierto de fango. Grité y lo empujé adentro, cerré la puerta, caí de rodillas, me abracé a él y lloré. ¡Qué regalo, qué regalo! Repetí su nombre muchas veces y él lloró conmigo todos los quejidos y agonías de la dicha. Y luego paré. ¿Sabe usted qué hice entonces? ¿Puede imaginarse qué cosa terrible? Le pegué. Si, le pegué. Con los puños, con las manos, las palmas y otra vez con los puños: “¡¿Cómo te atreves a irte, cómo te atreves a escapar, cómo te atreves a hacerme esto a mi, cómo te atreves, cómo se te ocurre”?! Y le pegué, le pegué hasta que me quedé sin fueras y empecé a sollozar y tuve que parar porque me di cuenta de lo que había hecho, y él seguía allí sin moverse, aceptándolo todo como si supiera que se lo merecía, él me había decepcionado y ahora lo decepcionaba yo a él, y entonces me recompuse, con los ojos inundados en lágrimas y la respiración entrecortada, volví a abrazarlo y lo apreté contra mí pero esta vez grité: “Perdóname, Bo, por favor, perdóname. Lo hice sin querer. Oh, Bo, perdóname….” Pero, ay, padre, él no podría perdonarme. Porque ¿quién era? Una bestia, un animal, un perro, lo que yo quería. Y me miró con unos ojos tan grandes y oscuros que el corazón se me cerró de vergüenza, y así ha estado, cerrado desde entonces. Pues ni yo mismo puedo perdonarme. Todos los años, cada Navidad, no el resto del año sino cada Nochebuena, recordando mi amor y cómo lo decepcioné, vuelve su fantasma, veo al perro, oigo los golpes, reconozco mi error.
Llorando el hombre calló. Hasta que por fin el viejo cura arriesgó una palabra:
- ¿Y es por eso que estás aquí?
- Sí, padre ¿No es espantoso? ¿No es terrible?
El cura no podía responder porque a él también le corrían las lágrimas por la cara y se sentía falto de aliento.
- ¿Me perdonará Dios, padre? – preguntó el otro.
- Sí
- ¿Y usted, padre?
- Sí. Pero permite que te cuente algo, hijo. Cuando yo tenía diez años sucedieron las mismas cosas. Con mis padres, claro, pero luego…. también con mi perro, el amor de mi vida, que escapó de casa haciendo que yo lo odiara por haberme dejado; y cuando volvió, también yo le quise y le pegué, y al cabo volví a quererlo. Hasta esta noche nunca se lo había contado a nadie. Todos estos años la vergüenza había estado oculta. Le he confesado todo a mi padre confesor, pero nunca eso. Así que….
Hubo una pausa.
- ¿Así que qué, padre?
- Ah, querido amigo, que Dios nos perdonará. Al fin y al cabo lo hemos sacado, nos hemos atrevido a decirlo. Y yo, yo te perdonaré a ti. Pero para acabar….
El viejo cura no pudo seguir, porque nuevas lágrimas le corrían de veras por la cara. El extraño, al otro lado, se imaginó lo que estaba pasando, y con mucho cuidado preguntó:
- ¿Quiere usted mi perdón, padre?
En silencio, el cura asintió con la cabeza. Quizás el otro advirtió el movimiento, porque se apresuró a decir:
- Bien, pues….concedido.
Y por un largo rato los dos estuvieron quietos y en silencio en la oscuridad, y llegó otro fantasma y se detuvo en la puerta, y se deshizo también en nieves y al fin se dispersó.
- No te vayas aún – dijo el cura-. Ven a beber conmigo.
Frente a la iglesia, el reloj de la plaza dio la medianoche.
- Es Navidad, padre – dijo la voz al otro lado del panel.
- La mejor de todas las Navidades, creo
- La mejor.
El viejo cura se levantó y salió. Estuvo esperando que hubiera una agitación, un sonido, algún indicio de movimiento al otro lado del confesionario. No se oía nada. Frunciendo el entrecejo, el cura alargó la mano y abrió la puerta del confesionario y miró el cubículo. Allí no había nada ni nadie.
Se quedó boquiabierto. Unos copos de nieve le resbalaban por la nuca. Estiró la mano tanteando la oscuridad. El cubículo estaba vacío. Se volvió, echó un vistazo afuera. Nevaba sobre las últimas campanadas de lejanos relojes rezagados. Las calles estaban desiertas. Volviéndose una vez más, vio el alto espejo que había a la entrada de la iglesia. En el cristal frío se reflejaba un hombre viejo, él mismo. Casi sin pensarlo, alzó la mano e hizo el signo de la bendición. La imagen del espejo hizo lo mismo. Luego, secándose los ojos, el viejo cura se volvió una vez más y fue a buscar el vino. Fuera, la Navidad, como la nieve, estaba en todas partes.
Reflexiona ahora sobre ti mismo, sobre aquello que te atormenta, que te hace sentir culpable, perdónate para seguir avanzando…..
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